La Parroquia en Imágenes

4 de septiembre de 2013

Culto leído del 18 de Agosto del 2013


Texto: Deuteronomio 7:6-9

Motivación: Lectura del texto

Desarrollo:
Este texto fue escrito luego de cuarenta años por el desierto; leemos en el capítulo 1 versículo 3: “El día primero del undécimo mes, en el año cuarenta, Moisés comunicó a los israelitas todo lo que el Señor le había encomendado que les dijese”. Tratemos de ponernos en el tiempo que estaban pasando los israelitas, hacía 40 años que estaban viajando, ahora estaban a las puertas del destino final, el destino que esperaron muchísimo; comparemos la espera, ya que cuarenta años son 480 meses, 14.400 días, 345.600 hs… Muchísimo tiempo…!!!!!!
Este tiempo implicaba toda una generación, salieron jóvenes de Egipto, llegaban a su nueva patria siendo abuelos, hijos ni habían conocido Egipto, pero, muchísimos más murieron en el camino.
Esta gente había salido de Egipto, librados de la esclavitud; habían conocido el bienestar con José, escapando de una hambruna mundial, pasaron las generaciones, y los nuevos faraones empezaron a oprimir  a esta nación dentro de Egipto, perdieron sus libertades, trabajaban hasta morir exhaustos. Era un clan familiar, que creció, pero no tenían unidad ni identidad, lo único que los unía era el sufrimiento y la opresión, y necesitaban la libertad, y clamaron a Jehová, al Jehová que apenas conocían, pero que estaban heredando por las conversaciones de los antiguos.
Era un grupo de personas, descendientes de Abraham; este Abraham es el que recibió la promesa de que iba a ser una nación tan grande como las estrellas que había en el cielo, mucha gente; pero también, que esta generación iba a ser de bendición para todas las familias de la tierra, esto ellos todavía no lo sabían, ya que de este grupo de gente todavía, iba a nacer Jesucristo, también descendiente de Abraham.

Yendo al texto, en el versículo 6 encontramos que Dios los había elegido, Él los tomó como suyos, los transforma en su propiedad, son considerados santos, o sea, apartados para el Señor, y para ningún otro. Hoy nosotros también fuimos rescatados de la esclavitud, con la edad que tengamos, jóvenes, niños, ancianos, el pecado no tiene dominio sobre nosotros, el diablo no tiene influencia, y podemos controlar nuestra propia carne, porque fuimos comprados por el Señor en la cruz y el Espíritu Santo habita en nosotros, haciendo de nuestra vida su Templo Personal. Nosotros también somos descendientes de Abraham, el cristianismo es una gran nación, comprada por Cristo para alabar al Señor, para ser de bendición a otros, y que esos otros también sean libres de la esclavitud espiritual y física.

En el versículo 7 vemos que Dios elige al más insignificante, al que no es importante. En la historia encontramos grandes pueblos, potencias militares y conquistadoras, como los romanos, asirios, persas, que tenían sus propios dioses, aparentemente ganadores y con poder; pero, ¿cuál es el dios que más se mantuvo en el tiempo y hoy es el principal?; no era el de esas naciones, es el Jehová de un pueblo esclavo en Egipto; el dios de Israel, siendo Israel una nación insignificante, sin poder, pero fue la elegida.
Dios elige al débil para hacer su obra, ya que el débil depende exclusivamente de un poder externo; lo vemos en el apóstol Pablo, que tenía una enfermedad, esto lo cuenta en 2 Corintios 12:5 al 9, donde nos dice que 3 veces le pidió al Señor que lo cure, y Dios no lo curó, solo le dijo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se realiza plenamente en lo débil”. Pablo tenía que depender exclusivamente de Dios. Si la persona fuera poderosa, o si Israel hubiera sido poderoso, se hubiera confiado en ese poder, en la propia habilidad, y allí Dios no tendría lugar para demostrar su poder.

En el versículo 8 vemos que al ser débiles, nada pueden ofrecer, están vacios, y allí es cuando se manifiesta el amor de Dios, esa misericordia divina. La misericordia, el amor divino, es capaz de dar sin esperar algo a cambio. Por la misericordia de Dios todavía no es el fin del mundo, no se destruyó nada todavía; por la misericordia divina, somos hechos hijos del Altísimo en el bautismo; por la misericordia divina, nuestros pecados son borrados; por la misericordia, Dios provee cada día por nosotros, dándonos lo necesario para la vida.
Dios mantiene su palabra, Él no cambia de opinión como lo hacemos nosotros; con estos israelitas lleva a cabo su plan original, el plan que proyectó con Abraham, y estos sus descendientes lo llevarán a cabo. Lo dijo, y lo cumple.

En el versículo 9 encontramos la respuesta que Dios espera de su pueblo. Dios espera que:
  1. Este pueblo acepte que lo anterior es verdad, que este es el Dios de Abraham, que quería hacer una nación grande con ellos, que los iba a cuidar, que serían de bendición para todo habitante de la Tierra.
  2. Este pueblo se rinda a esta verdad, que lo asuma como suyo propio, y lo empiece a vivir.
  3. Este pueblos se comprometa y luche por este proyecto divino, que “se ponga la camiseta” como se dice popularmente; lo encarne en la vida y en todo lugar.
  4. Este encarnarse significa llevarlo a la vida diaria, empezando en la familia, en el trabajo, en la amistad, en el paseo, en la diversión, en la misma iglesia; transformando y creando una nueva nación, como la que podemos hacer nosotros hoy día.
  5. Este pueblo le sea fiel, que este “encarnarse” no sea temporario o cuando las cosas vayan bien, sino que sea permanente, y también cuando todo vaya mal; obedecer y serle fiel
  6. Y, por último, que este pueblo descanse y confíe, ya que, aunque todo falle, podemos reconocer y confiar que lo único que nos mantiene vivos es la misericordia divina; ya que todo se termina, nuestra confianza, nuestras buenas obras, hasta nuestra religiosidad, y solo se mantiene el amor de Cristo manifestado en la cruz, y cuando estemos agobiados por nuestros pecados y fracasos, lo único que nos resta es acudir y confiar en la obra divina, la única permanente, que seguirá y se mantendrá fiel.

Liturgia del cancionero, página 33 (Domingo de Pentecostés I)

Lecturas bíblicas: Romanos 8:28-39
                             Mateo 13:44-52



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