Texto de lectura: Éxodo 24:8-18
Los
israelitas se encuentran frente al monte Sinaí con la presencia de Dios. Este
Dios que se acerca a ellos y con un contacto especial con Moisés les presenta
el libro de la Ley, y pacta con los
israelitas una alianza, esta alianza consistía en que Él los elegía como su
pueblo, y ellos lo elegían como su Dios, con una finalidad, ser de bendición,
reflotando ese pacto de Dios con Abraham.
Llegan
al monte Sinaí a los tres meses de la salida de Egipto (Cap. 19), y en esa
antesala el Señor los empieza a preparar para el viaje de los 40 años durante
el desierto.
Nosotros
también tuvimos nuestro monte Sinaí, cuando el Señor hizo el pacto, la alianza
con cada uno de nosotros, este monte Sinaí es nuestro bautismo, y allí comienza
la preparación para el viaje de nuestra vida, con lo que recibimos de nuestros
padres, abuelos, padrinos, escuela bíblica, clases de confirmación tenemos los
elementos necesarios para este viajar por nuestra vida ratificando y
disfrutando de la alianza de Dios con nosotros.
Esta
alianza es ratificada con sangre, nos lo cuentan los versículos 5 al 8. Son
sacrificados animales, extraída su sangre y guardada en tazones, la mitad de
ella es rociada sobre el altar que representa la presencia de Dios, y la otra
mitad es rociada sobre el pueblo. La
sangre tiene un elemento negativo, ya que para que haya sangre tuvo que haber
muerte; pero era una muerte necesaria, el animal en lugar del hombre, la muerte
por estar en la presencia santa del Señor; pero la sangre tiene un elemento
positivo, la sangre es sinónimo de vida, transporta el alimento y el oxígeno
para la plena vitalidad, es señal de parentesco, de la misma familia. Es
importante señalar que antes de rociar la sangre sobre el pueblo, fue leída la
Ley, la Voluntad Divina, y fue aceptada por el pueblo, haciendo la ratificación
pública del pacto, la alianza, de Dios con el hombre.
Esto nos remite a la Santa Cena para nosotros
hoy. Fuimos hechos hijos de Dios, recibimos la Ley, aprendemos de la misma, y
la aceptamos públicamente de labios y de corazón; cuando participamos de la
Santa Cena, afirmamos que fue derramada como sacrificio por nuestros pecados,
fue en lugar de nosotros; y nos gozamos creyendo que la sangre de Cristo nos
trae vida plena, la vitalidad de su presencia y nos asegura que nos une lazos
de parentesco con el Señor.
En
el domingo de Transfiguración (Mateo 17:1-13) vemos como el Señor muestra su
plena gloria y plenitud divina a los tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan.
Un pequeño grupo de discípulos, elegidos para ser los testigos de este
acontecimiento, creíbles y representativos. En el monte Sinaí, allí en el Éxodo
también fue un pequeño grupo, cuatro líderes y 70 representantes del pueblo
israelita, testigos creíbles y representativos. Lo interesante es que pudieron
ver a Dios, estar con él, y no ser dañados por la santidad divina. ¿Qué había
pasado antes? Fueron rociados con la sangre de los animales sacrificados, su
pecado había sido cubierto, fueron santificados; la sangre es el elemento
vinculante con este Dios Altísimo, llevándoles vida, afirmando la vitalidad y
construyendo los lazos de parentesco.
Pero,
¿por qué los apóstoles no recibieron daño? Habían sido bautizados, pero,
recibieron la consigna que no contaran nada hasta después de la resurrección de
Cristo, luego de la institución de la Santa Cena, la sangre del Cordero,
Jesucristo, como ese elemento vinculante que los hacía santos y listos para ver
y poder estar ante la gloria divina.
Así
como a los israelitas y a los apóstoles, Dios muestra su gloria a nosotros hoy
también, Quizás nos causaría pavor ver una imagen humana brillando y cambiando
de parecido, seguramente el miedo nos haría alejar corriendo de ese lugar. Pero
podemos afirmar que vimos la gloria de Dios, esta gloria se reveló en nosotros
en nuestro bautismo cuando nos regenera, borra el castigo del pecado original,
nos transforma en hijos de Dios, todo obra que sólo Dios puede hacer. Vemos la
gloria de Dios en el cuidado y bendiciones diarios, cuando tenemos salud,
trabajo, familia, amistades, iglesia, vemos como el Señor nos ampara y protege.
Además, podemos asegurar de pequeños y grandes milagros específicos en nuestras
vidas, ¿Quién no pidió por trabajo, y le fue concedido…? O… ¿Quién no pidió por
la salud propia o ajena, por un hijo, por un padre, etc…? ¡Y como muchas veces
el Señor dijo: “Sí, aquí está...”! Milagros de Dios donde se puede ver su
gloria revelada a nosotros.
Nos
encontramos en el comienzo de la Cuaresma, el pueblo del Antiguo Testamento fue
preparado para viajar por el desierto. En el desierto sufrieron privaciones,
sin comida, comodidades. Fueron purificados, ya que en estas cuatro décadas murió
toda una generación, rebelde, descreída. Vino el crecimiento porque empezaron a
suceder los cambios de la experiencia y el conocimiento de Dios. Floreció el
poner en práctica ese conocimiento y experiencia personal. Este pueblo, antes
de entrar en el desierto, frente al monte Sinaí era un montón de gente reunida,
amontonamiento de personas, reunión de clanes, sin identidad ni proyecto en
común; luego de su paso por el desierto se encuentra una nación unida,
cohesionada con un mismo motivo de existencia y un valor especial, entrando a
la Tierra Prometida abroquelados por esa Alianza encarnada.
Hoy,
frente a esta cuaresma estemos dispuestos a sufrir privaciones que ayuden al
desapego de las cosas de este mundo; dispuestos a que Dios nos vaya limpiando y
purificando interiormente; buscando los cambios que Dios produce en nosotros;
dispuestos a poner en práctica lo que hemos aprendido y recibido de nuestro
Señor.
Contamos
con el elemento vinculante, la sangre de nuestro Señor ofrecida en la Santa
Cena, que nos fortalece, nos sella el perdón de los pecados y nos une en lazos
de parentesco con nuestro Padre Celestial.
Pastor
Carlos Brinkmann
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